El verbo

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«En el principio era el Verbo». Así comienza el Evangelio de Juan, considerado como el más complejo y avanzado teológicamente de los cuatro evangelios. Lo es, desde luego, desde su comienzo inmediato. Se concede un inicio a la realidad, y por tanto se presupone un fin. El Verbo era, y por tanto existe. Y es Verbo, con mayúscula, pues es Dios. Es omnipotente para crear, cambiar y destruir. Solo la palabra, oral, pronunciada, sirve para controlar la realidad, originar otra nueva. Nuevos principios, nuevas existencias, y nuevos fines.

Podrá parecernos una estupidez, pero replanteémoslo un segundo. Aún, a día de hoy, seguimos concediéndole el poder total al verbo. Sin mayúscula en este caso, pero con su omnipotencia intacta. Necesitamos que nuestra realidad, nuestro modo de controlarla y organizarla, esté verbalizada en la palabra. Que esté escrita para que el orden se mantenga en el tiempo. Pero, ante todo, que sea pronunciada en voz alta, en público, para que sea real en ese mismo instante. Es un mágico, controvertido y sobrecogedor instante. Que la lengua y la voz, solo al articular sonidos, sean capaces de crear, cambiar y destruir. Una acción simple con capacidades inabarcables.

La palabra, dos milenios después, conserva intacto su poder mágico. Con nuestras palabras reafirmamos nuestro poder, pues son el único medio para hacer realidad nuestra ambición salvaje de ser más que la naturaleza, de poder controlarla a voluntad. Solo así, en tiempo inmemorial, dejamos de ser animales. Cuando pudimos usar instrumentos para cultivar, para domesticar, para construir y asentarnos, y, así, sentirnos únicos. Cuando, al final, pudimos percibir esa realidad en conceptos, y esos conceptos los expresamos con palabras, y esas palabras sirvieron para contener esa realidad y poder transmitirla. Pero también, por qué no, manejarla. Y, así, transferir, aplicar nuestros planes de dominio sobre lo que queremos controlar.

Sobre la palabra se ha debatido mucho. Ya algunos filósofos se plantearon si llamos mesa a la mesa porque la mesa solo puede llamarse mesa, porque esa es la expresión única e inmutable de su esencia, o si se dice mesa porque solo un grupo, los que hablamos en castellano (por ejemplo; vale para cualquier lengua), lo llamamos mesa, mientras que para otros es table, o tableau. Hechiceros, alquimistas, chamanes y nigromantes han buscado desesperados esa lengua primigenia, aquella que conecta nuestra voz directamente con el «alma» del objeto; otros incluso han ocultado con celo su nombre propio, para evitar que pudiese ser empleado mágicamente, como palabra que es, para ser manipulados en cuerpo y alma. Y, sí, es una empanada mental dantesca. Pero no pensemos que no tiene nada que ver con nosotros, con nuestro mundo, nuestras creencias.

Ayer, por ejemplo, vimos el último ejemplo hasta la fecha. Lo ocurrido me lleva a reflexionar. A maravillarme, al mismo tiempo que a preocuparme. Es la fascinación que ejerce el miedo, el vacío ante el poder absoluto. Miles de personas aguardando a que se pronuncien las palabras adecuadas que al instante, sin vuelta de hoja, conformarán un mundo nuevo, marcarán un antes y un después. Se dice, y así se hace. Adquiere entidad, tiene forma aunque sea inmaterial. Existe.

Sirva esto de recuerdo para todos aquellos que aún piensan que estudiar las palabras es inútil.

Sirva esto de advertencia para quienes creen que una palabra dicha se la lleva el viento, y no tiene valor.

Y sirva también esto de señal para lo que, aun así, le conceden sacralidad intocable («El Verbo era Dios», decía Juan; «mandato heroico», dicen ahora otros). Porque, al final, esa creencia de hace dos milenios era entonces magia y mito. Por tanto, fantasía. Y, aún hoy, lo sigue siendo. La palabra crea nuestra realidad, la cambia, la destruye, pero solo porque así lo consideramos, así lo creemos. Es una realidad frágil. Por mucha parafernalia, por mucho rito, por mucha solemnidad que le otorguemos. Es un esquema mental. Es una idea que proyectamos al exterior. Necesita, por tanto, ser reconocida para tener autoridad. Y solo puede sostenerse, materializarse, existir en actos. Fijaos si aún concedemos importancia a la palabra, que actualmente muchos callan mucho, porque el silencio también es poderoso, y al mismo tiempo hablan demasiado, e intentan con sus voces transformar la realidad para amoldarla a sus esquemas. Chocando, cómo no, en el camino con otras visiones, otras palabras, otras ideas proyectadas en el aire. A la espera de hacerse palpables en impredecibles actos.

Marcando un principio. Produciendo un cambio. Hacia su inevitable final. Sea cual sea.

 

«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.»

(Augusto Monterroso, El dinosaurio.)

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